Cuando alguien desaparece a raíz de un conflicto armado, a menudo los niños de la familia son quienes más sienten la pérdida. Por eso, pusimos en marcha un programa en Maiduguri para atender sus necesidades.
Cuando alguien desaparece a causa de un conflicto armado, los familiares quedan envueltos en un manto de incertidumbre. El vacío que deja el ser querido parece imposible de llenar.
En más de una década de conflicto armado en el noreste de Nigeria, muchas personas han huido de su hogar en busca de un lugar seguro. Bama, una localidad ubicada en el estado de Borno, a mitad de camino entre Maiduguri y la frontera con Camerún, no es la excepción. La familia de Hadiza Muhammad, una joven de 15 años, estuvo entre las afectadas: el padre de Hadiza está desaparecido hace diez años.
Hadiza nos cuenta: "Aprendí a escribir sobre mi día y a planificar mis actividades. Quiero inscribirme en la escuela secundaria para estudiar Derecho y ayudar a los demás y a mi familia como abogada". Y agrega: "Antes pensábamos mucho en nuestros familiares desaparecidos y no nos relacionábamos tanto con otras personas, pero ahora, de a poco, vamos integrándonos".
Los equipos de salud mental y apoyo psicosocial del CICR en Nigeria llevaron adelante un programa diseñado para orientar y ayudar a los hijos de personas desaparecidas. Uno de los facilitadores, Muhammad Adam Muhammad, también ha perdido a alguien cercano a causa del conflicto armado y ha recibido formación del CICR para conducir estas sesiones. Muhammad sabe cómo se siente perder a un ser querido.
Durante el transcurso del programa, cada semana, Muhammad recibía y acompañaba a 51 pequeños que cargaban en su corazón el peso de uno saber qué ocurrió con su familiar.
"Desde nuestro lugar, les enseñamos a los niños que es importante no dejar de hacer cosas, que es bueno seguir yendo a la escuela", explica Muhammad. "Hablo con ellos una vez por semana (...) Yo diría que han avanzado un 90 %, lo cual es muy alentador".
Para el programa, se usó un libro especial –El libro sobre mí– adaptado por el CICR a partir de una versión diseñada por la Cruz Roja Sueca, con actividades que estimulan la reflexión, la autoestima y los sueños para el futuro.
Cada uno de los siete facilitadores comunitarios que condujeron las sesiones recibió formación y orientación continua del equipo de Salud Mental y Apoyo Psicosocial del CICR. Las sesiones fueron cruciales para los participantes, un espacio tranquilo en el que podían expresar su dolor, sus temores y sus ilusiones.
Durante una sesión, los facilitadores fueron testigos del poder transformador de la educación en la pequeña Fatima Muhammad Aji. A pesar de las adversidades, Fatima, que nunca había pisado un aula, se inspiró en su hermana mayor, de quien aprendió a leer y hablar inglés.
Fatima lee una carta que escribió durante la sesión: "Quiero ser médica para ayudar a las personas y que estén fuera de peligro (...) Aprendimos mucho de lo que nos enseñaron. Escribí mi nombre, el nombre de mi ciudad, el de las personas que me quieren y me ayudan, la hora de trabajar y la hora de jugar".
Ante semejantes sueños para el futuro, Muhammad, facilitador del programa, animó a sus padres a inscribirla en la escuela, un paso esencial en el camino para hacer realidad sus aspiraciones.
Otra participante, Khadija Muhammad, cuenta: "Recuerdo cuando aprendimos sobre el 'árbol de la vida'. Hicimos dibujos de las personas que nos ayudan, que en mi caso son mi hermano mayor, mi abuelo y mis tías. También escribimos cartas a nuestro yo del futuro, en las que dijimos que es bueno ir a la escuela y que tenemos que estudiar mucho. Yo quiero construir una casa y un hospital cuando sea grande, para ayudar a los demás y a mi familia, y ser médica".
Algunos participantes ya iban a la escuela y aspiraban a avanzar en su educación. Abubakar Muhammad, de 14 años, ha dado sus exámenes y está esperando la admisión al colegio secundario.
En las sesiones, se alentaba a los niños a conversar con los familiares que tienen a su alcance para saber más sobre su historia de vida. Abubakar relata: "Me contaron de dónde vengo y cómo se llama el lugar donde vivimos ahora. Dibujé a mi madre porque es la única que conozco que me cuida desde que desapareció mi papá. Espero que vuelva algún día. Quiero ser médico para ayudar a la gente, comprarme un coche, y sé si que estudio voy a lograrlo".
Muchos de estos niños conocen de primera mano el trauma de haber perdido a un padre, una madre u otro cuidador. Su herida se manifiesta en forma de estrés, ansiedad, problemas para llevar una vida normal, para ir a clases y jugar. Algunas veces, ver a otros niños que disfrutan del amor de sus padres puede intensificar el dolor. Con el correr de las sesiones, sin embargo, las heridas invisibles empiezan a sanar, y vuelven las risas.
El programa en Maiduguri se convirtió no solo en un refugio emocional para las familias de los desaparecidos, sino también en un faro que iluminaba el camino a un futuro mejor para cada pequeño participante.
Al final de la última ronda de sesiones comunitarias, en diciembre de 2023, más de 330 niños habían recibido apoyo.
El CICR continúa esta labor en Maiduguri y en muchas partes del mundo, en asociación con las comunidades.
Asumimos esta tarea porque sabemos que los niños son el futuro y, especialmente en tiempos de conflicto armado, no podemos dar la espalda a sus necesidades.